La transformación económica y social acaba con el tabú de los asilos - Los mayores quieren ante todo autonomía y, en caso de necesidad, se decantan cada vez más por la ayuda profesional
La generación de mujeres más generosa que ha tenido este país toca a su fin. Las que criaron a sus hijos y cuidaron de sus padres ancianos no va a repetirse. Se acabó. Pero todavía están ahí, pensionistas ya muchas de ellas, haciéndole al Estado un último favor: sus mayores morirán en casa, bien cuidados, a cambio de una magra paga con la que la Ley de Dependencia remunera años de dedicación y falta de vacaciones.
Porque si todas ellas, cuidadoras eternas, pidieran una plaza en un geriátrico para los octogenarios y nonagenarios a los que atienden, a ver de dónde iba a sacar la Administración tantas plazas de residencia como harían falta.
Y ahí no acaba su generosidad. Tienen un último gesto: que sus hijas no repitan los pasos que ellas dieron, que la generación que las sucede no tenga que cuidarlas a ellas a tiempo completo. Eso que todas resumen en la misma frase: "yo no quiero ser una carga para mis hijos". Y saben bien de qué están hablando, tanto que hasta los ayudan con los nietos para que no tengan que abandonar el mercado laboral.
La última encuesta del Ministerio de Sanidad y Política Social a los mayores de 65 años destapa un cambio social que se veía venir: la preferencia por los cuidados familiares cuando necesiten ayuda ha caído entre las mujeres 11 puntos porcentuales desde 1993, de un 75% a un 64%. Y más espectacular es todavía el salto, en la misma dirección, que dan los hombres: en 1993, un 84% de ellos quería que a la vejez los atendieran sus familiares más allegados, la mujer o los hijos. Ahora sólo lo dice un 63%. Ellos se resistían, pero la realidad se ha impuesto. Y son muchas las razones que contribuyen a ese cambio.
Han cambiado las familias, pero no sólo por la incorporación al mercado laboral de los hijos y las hijas. También los propios jubilados de hoy tienen ya un perfil distinto del que tuvieron sus padres. "Disponen de una pensión propia y eso les da cierta independencia económica", dice la profesora de Sociología de la Universidad Complutense Margarita Barañano. A ello hay que añadir que muchos de los que ahora están llegando a la edad de la jubilación no han vivido con sus hijos en la misma casa durante años, porque ellos salieron a estudiar, a trabajar. El modelo de familias agrupadas tal y como se le conocía se fue perdiendo. Volver a vivir con hijos, yernos y nueras bajo el mismo techo se hace más cuesta arriba. Cada uno tiene su independencia.
"Además, depender de los hijos no es convivir con ellos. Porque los hijos pueden ayudarles con dinero a pagar a alguien que les atienda en casa, por ejemplo, pero eso no significa que vivan juntos", afirma Barañano.
La vivienda en propiedad, muy común en España, es una ventaja de la que parten los jubilados. No tienen que pagar alquiler, por tanto, su pensión puede servirles para contratar a quien les cuide. Incluso para formalizar una de las llamadas hipotecas inversas y optar por una residencia. A pesar de ello, "el criterio primero a la hora de comprar una vivienda sigue siendo la cercanía a los familiares, eso permite que los abuelos ayuden con los nietos, pero también hacerse cargo de los padres, al menos cierta supervisión", dice Barañano.
Hubo un tiempo en que los ancianos huían de las residencias geriátricas como de la peste. La encuesta del Ministerio de Sanidad y Política Social muestra cómo ese rechazo es aún más marcado entre los más mayores, pasados los ochenta. Y tenían razón: muchos de los geriátricos que ellos conocieron eran entonces deprimentes instituciones donde morían los que no tenían a nadie que los cuidara. Asilos, caridad, abandono. Esos prejuicios se están deshaciendo. Las residencias ya no tienen ese aspecto sobrecogedor, y eso que muchas de ellas no cumplen aún los requisitos que marca la nueva Ley de Dependencia para poder subvencionar su ocupación de forma pública.
En contra de las ideas preestablecidas también ha jugado una gran partida la llegada de inmigrantes, que ha generalizado una imagen por las calles de pueblos y ciudades: el anciano acompañado en su paseo diario por alguien que llegó de Ecuador, Perú, Rumania. No son los hijos y no pasa nada. "En estos casos, las hijas, sobre todo, supervisan, o pueden cuidarlos a tiempo parcial, turnándose con el trabajador extranjero", dice la profesora Barañano. "Y además se han ido generalizando las ayudas públicas de los ayuntamientos. Todo ello les permite seguir en casa, algo que siempre prefieren".
Es cierto. Que los mayores prescindan de los cuidados de sus hijos no significa que quieran salir de su casa. El 87,3% de ellos prefieren vivir en la vivienda propia, aunque sea solos. "Ellos prefieren estar en su entorno hasta que se pueda. Allí están sus libros, sus recuerdos, incluso el vecindario, que siempre echa una mano. Ahora bien, quieren que les atiendan profesionales", asegura Luis Martín Pindado, presidente del Consejo Estatal de Personas Mayores.
"Los datos están, efectivamente, marcando una tendencia hacia el incremento de los servicios en detrimento de las ayudas familiares. La gente ha de conocer el valor y la calidad de los servicios que prestan los profesionales, los cuidadores de los centros de día, las residencias", afirma la directora del Instituto de Mayores y Servicios Sociales (Imserso), Purificación Causapié.
Antes de abandonar este capítulo de los prejuicios contra las ayudas profesionales, las residencias, hay que echar un vistazo al mundo rural, donde los cambios, como sucede siempre, van más lentos. Causapié señala que la preferencia por los servicios "está relacionada con el nivel cultural", pero cree que lo que ocurre en los pueblos, donde aún el 83% de los consultados se decanta por los cuidados de la familia, se debe a otras razones: "El mundo rural conserva lazos familiares más cercanos y fuertes y los entornos familiares son más amplios, incluida la relación que se tiene con los vecinos". ¿Quién no se acuerda de Volver, de Pedro Almodóvar, entre otras muchas?
Pero aún pesa mucho el qué dirán, incluso para admitir que un profesional va a entrar en casa durante unas horas para hacer limpieza, comida, o colaborar con la higiene del anciano. Aunque eso también se ha ido modificando.
¿Son de verdad razones económicas y culturales las que están operando entre los nuevos jubilados para cambiar sus preferencias por los cuidados o es más bien la asunción de una realidad social contra la que nada pueden hacer?
Gerardo Hernández, profesor de Sociología de la Familia y Gerontología Social en la Universidad de A Coruña, se decanta en parte por el "obligado te veas..."
"La esperanza de vida se ha alargado mucho y eso significa más años de dependencia y nuevas enfermedades a las que no siempre se puede hacer frente en familia. Además, antes había más hijos para repartirse esos cuidados. No es lo mismo cinco hijos para cuidar a dos mayores, que dos hijos para cuidar a cuatro ancianos. Si se trata de un alzhéimer, por ejemplo, se necesita una ayuda más profesionalizada. Por otro lado, los hijos ya tienen trabajos extradomésticos y no siempre en la misma ciudad o pueblo donde están los padres. Por mucho amor que se ponga siempre habría carencias. Por eso estamos reclamando residencias, centros de día, pisos tutelados. La realidad es la que obliga", concluye.
Y la generosidad, porque Delia Otero Díez, a sus 63 años, todavía cuida en casa a dos de sus cuatro hijos. Ya tienen 35 y 37 años, solteros. "Mamá los cuida, les hace la comida, lava, les plancha, ellos están bien aquí", dice entre risas. Otros dos ya se casaron. Bien podría pedirles que cuando ella no pueda valerse le devuelvan sólo la mitad de los años que les dedicó, pero no quiere. "Ellos, gracias a Dios, tienen trabajo y a mí no me gustaría dejarles esa carga. Yo prefiero irme a una residencia, así lo comentamos mi marido y yo con los amigos, que nos iremos todos a la misma y allí lo pasaremos bien", ríe. Luego reconoce que tampoco piensa mucho en ello todavía. No tiene tiempo. Tiene a su madre en casa, con 93 años, a la que "hay que hacerle todo". "Yo creo que si la hubiéramos llevado a una residencia ahora no la tendríamos aquí, porque es muy familiar. Y además, ella siente mucha pena por la gente que está en las residencias".
Delia, que vive en Mejorada del Campo (Madrid), cuidó de su suegra, inválida durante cinco años, por meses, "turnándose con las cuñadas". También llevaba a su suegro a diálisis. Y ya lleva 11 años al cargo de su madre. Recibe una paga de 387 euros al mes por la Ley de Dependencia.
Su mente no repara todavía en una Delia de 90 años, que quizá no pueda caminar, o a la que le lleven la comida a la boca, cucharada a cucharada, como hace ella con su madre. Eso todavía queda lejos. "Pero si aún estamos pensando en los hijos", se ríe. Y en los nietos. "A veces me los dejan, no mucho, eh, no abusan, no, pero cuando los tengo es la felicidad".
¿Y cómo anda ella de salud? "Bueno, mis huesos se resienten, un poquillo, pero bien".
Ella no quiere ser una carga para sus hijos, pero lo cierto es que, quizá, sus hijos no puedan con esa carga, porque la realidad se impone. Las amas de casa a tiempo completo son una figura a extinguir.
La crisis económica, quizá, está dando una tregua a los políticos, que no parecen entender el alud que se les viene encima. No hay mapas para construir residencias allá donde se necesitan y las guarderías y los geriátricos siguen siendo la gran asignatura pendiente. ¿Confían en que las mujeres podrán estirar aún más el Estado de bienestar que ellos no proporcionan?
No podrán. Pero la crisis está ralentizando las demandas. La mayoría de las ayudas que se conceden por Ley de Dependencia son prestaciones económicas para las cuidadoras, hasta un 57%, muy alejado del espíritu que preconizaba esta ley. Se pretendía con ella que muchas mujeres salieran al mercado laboral y los cuidados de ancianos quedaran en manos de profesionales, a domicilio o en residencias geriátricas. No está siendo así. Ana Lima, la presidenta del Consejo General de Trabajadores Sociales, cuenta un caso que sirve de ejemplo. "Hay una señora que pedía un servicio profesionalizado, pero una de sus cinco hijas se ha quedado en paro y han preferido que sea ella misma la que la cuide y tenga la prestación económica que da la ley", dice.
"La crisis está inclinando a la gente a pedir la prestación económica, por el paro, pero también porque te la dan con atrasos, desde que se cursó la solicitud, o desde que el usuario fue reconocido como dependiente, y eso supone un buen pellizco para una economía precaria", sostiene Lima. El gobierno anunció ayer que los pagos retroactivos se acabarán pronto.
Pero la crisis pasará y la demanda de residencias para los más ancianos y otros servicios intermedios para edades anteriores seguirán su curso. El número de plazas de residencia cubría en 2002 un 3,3% de la población mayor de 65 años. En 2009 aumentaron un poco, hasta un 4,31%. España es un país afortunadamente longevo y, como en otros países más avanzados en cobertura social, la gente demandará cada vez más servicios. No dependerá sólo de los hijos. La única diferencia, dicen los que trabajan en asuntos sociales, es que a unos les llevarán a la residencia los hijos y los otros irán en taxi. Pero las mujeres ya no estarán para prestar esos cuidados, ni siquiera estarán tan preparadas para ello como lo estuvieron sus madres, que a su vez lo aprendieron de las suyas.
"Las abuelas cuidan a sus nietos porque a través de sus hijas hacen lo que ellas no pudieron hacer, estudiar y trabajar fuera. Por eso tienen una mayor sensibilidad hacia ese problema. No es que no deban existir los cuidados familiares, pero deben ser sólo una pieza más del puzle", dice la catedrática de Sociología de la Universidad Carlos III Constanza Tobío. Y prosigue: "Estas mujeres están ayudando a la sociedad a modernizarse cuidando nietos y aceptando, sin dramatismo, que a ellas no las cuidarán sus hijas. Esta es la generación que más ha dado y que menos está recibiendo. Es una generación de mujeres excepcionalmente generosa".
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