Volver a la casa de los padres no es solo un paso atrás en el proyecto vital de cualquier persona. Supone también un foco de conflictos que puede incendiar la convivencia familiar y convertirse en el germen de un sinfín de problemas. Hace cinco años, al comienzo de esta crisis que parece no tener fin, solo el 6% de los hogares sustentados por un mayor de 65 años tenían a todos sus miembros en paro. Este porcentaje se disparó en 2011 por encima del 18%. Hoy, más de 300.000 familias españolas en las que no trabaja nadie conviven con un jubilado.
No es solo cuestión de la fría estadística. Los que día a día tienen que lidiar con esta realidad en la calle confirman los datos. “Veo casos en los que una pensión ínfima que antes se destinaba solo a las necesidades del mayor tiene que alimentar ahora a una familia numerosa. El problema, además, no es solo económico. A la situación de los ancianos se unen los conflictos de los hijos. Peleas, inadaptación de los más pequeños, malos tratos... Es una cadena que se viene abajo cuando cae la estructura más sólida, que era el núcleo familiar”, explica Teresa Vinós. Esta trabajadora social de Zaragoza reconoce que por primera vez en sus 25 años de carrera se encuentra situaciones que no sabe cómo afrontar. “Esta es ya la tercera crisis que vivo. Pero nunca me había enfrentado a casos tan extremos”, añade.
Emilia Escudero es una de las mujeres con las que Vinós trata a diario. Tras quedar viuda y con muchos esfuerzos, sacó adelante ella sola a sus 13 hijos. Cuando ya había logrado una relativa tranquilidad y tiempo para descansar, hasta cuatro hijos volvieron con cuentagotas por culpa de la burbuja inmobiliaria. Todos los varones trabajaban como albañiles, y ahora tiene que dar de comer a tres con su pensión de 600 euros. ¿Cómo lo hace? “Pues comprando lo más barato y si sobra pan un día, lo pongo al día siguiente”, responde con lógica aplastante.
Miguel Laparra, profesor de Política Social en la Universidad de Navarra, se declara sorprendido por las diferencias que él y su equipo han constatado sobre el impacto de la crisis en los hogares con ancianos y sin ellos. “La tendencia a vivir con el abuelo es mayor donde la situación es más precaria. La estrategia de supervivencia consiste en aferrarse a ellos”, dice. Así, las pensiones suponen no solo una forma de garantizar unos mínimos estándares de vida a los más ancianos, sino que se convierten en una especie de cemento con el que asegurar la cohesión social.
“La familia tradicional está siendo capaz de soportar los demoledores efectos de la crisis sobre cientos de miles, millones de españoles. Pero a costa del extraordinario sufrimiento de una generación que alimentó sus sueños de progreso poniendo sus esperanzas más en sus hijos que en ellos mismos. A las penurias económicas hay que añadir el sufrimiento que representa la frustración de ver regresar a sus hijos derrotados y con un futuro más que incierto y menos prometedor que el que ellos mismos tuvieron”, asegura Gustavo García, director del albergue de transeúntes de Zaragoza y miembro de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales. “Ahora estoy más nerviosa que cuando estaba sola. Tengo que volver a la carga. A hacer la compra, lavar, planchar...”, se lamenta Escudero.
Pero el sufrimiento no viene solo de parte de los padres, que ven cómo sus hijos pierden lo que tanto les había costado. Los que vuelven a casa —o que aunque no vuelvan dependen del dinero que les pasan sus progenitores— viven como una humillación dormir de nuevo, cuando ya han pasado los 30, en la habitación que ocuparon de adolescentes. En muchas ocasiones, además, llevan sus propios hijos al hogar paterno. “Es un pequeño trauma. La convivencia es buena, pero al haber tan poco dinero, cuando llega la factura de la luz o el agua, se nota la tensión en casa. Y a veces surge alguna discusión”, asegura José Miguel, el hijo de 28 años de Emilia, que volvió con su madre hace un año y medio. Las fases por las que pasan los que sufren esta situación se parecen a las de los enfermos de ciertas enfermedades. Primero viene la negación. Luego la vergüenza. La ostentación se había convertido en un síntoma de bienestar y si eso se viene abajo, es un fracaso para ambos, padres e hijos.
Alfonso Novales, catedrático de Análisis Económico de la Universidad Complutense, detecta una tendencia muy peligrosa: “En España no hay pobreza absoluta. Pero está aumentando mucho la relativa y la desigualdad social. Y eso es muy grave, porque tiene efectos negativos en indicadores relacionados con la educación y la sanidad”. El reparto entre toda la familia de una exigua pensión logra evitar situaciones de exclusión, pero hace que la pobreza relativa se extienda como una mancha de aceite, afectando a todos los miembros del hogar.
Vinós señala, además, un efecto indeseado del retorno de los hijos al hogar. “Me he encontrado situaciones en las que, encima de tener que volver a mantener al hijo, al jubilado se le retira alguna ayuda que tenía por convivir con alguien que no sea dependiente. Y es muy habitual los que tienen que pagar la hipoteca del hijo, porque le avalaron y si no, se quedan todos sin casa”, explica esta trabajadora social, que pone un ejemplo muy gráfico de cómo han aumentado las situaciones precarias con la crisis: “En mi centro antes llevábamos unas 50 rentas básicas de inserción, ahora más de 200”.
Esa es la cuestión. Cuánto se podrá estirar la solidaridad familiar sin que se funda algún plomo. “Me pregunto cuánto tiempo van a poder nuestros mayores suplir las carencias en protección social del Estado. Porque el día que ellos fallen, y resulta difícil imaginar que puedan seguir soportando mucho más esta situación, estaremos al borde del precipicio, pero ya sin red”, concluye Gustavo García.
Cuanto peor, mejor para el jubilado
La crisis tiene un curioso efecto estadístico sobre la posición que los jubilados ocupan en el escalafón social. Cuando las cosas van bien, ellos lo pasan algo peor. Y cuando el desempleo arrecia y la sociedad en su conjunto se empobrece, los ancianos aguantan mejor el chaparrón. “No tanto porque hayan mejorado sus pensiones, sino porque su posición relativa mejora ante el desgaste del resto de indicadores”, señala el catedrático Miguel Laparra.
Este efecto se hace muy evidente al comparar las tasas de riesgo de pobreza de los mayores de 65 años y del conjunto de la población. Si en plena expansión económica más del 30% de los ancianos sufrían riesgo de pobreza —término que equivale a tener unos ingresos que no lleguen al 60% de la mediana de la renta nacional disponible—, este porcentaje cayó el año pasado por debajo del 22%. 2011 fue, además, la primera ocasión en los últimos años en los que los mayores de 65 años tenían un riesgo de pobreza menor que la población tomada en su conjunto. Este desfase habla por sí solo del daño que cinco años de crisis ha hecho en el bienestar de los españoles.
José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, se fija también en los perjuicios que está sufriendo el sector de las residencias sociales. “Muchas familias sacan a los mayores de las residencias y asumen ellos el cuidado. Por primera vez está cayendo el número de plazas en los centros, que es un sector que crea mucho empleo, sobre todo entre las mujeres. Por cada dos personas en la residencia, tenemos un trabajador. Corremos el riesgo de generar una especie de economía sumergida con el cuidado de los mayores”, asegura.
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